Sobre la amistad…

«Uno de mis viejos amigos»

F. S. Fitzgerald


Marion se había sentido feliz toda la tarde. Vagaba de una habitación a otra del pequeño apartamento, entrando en el cuarto de los niños para ayudar a la niñera a darles de comer con cucharas chorreantes o leyendo a ratos en su nuevo sofá, el objeto más extravagante que habían comprado en cinco años de matrimonio.

Cuando oyó los pasos de Michael en el vestíbulo, levantó la cabeza y prestó atención; le gustaba oírle caminar, siempre con cuidado, como si los niños estuvieran durmiendo muy cerca.

—Michael.

—Ah, hola. —El entró en la habitación; era un hombre alto, fuerte y delgado, de treinta años, con frente amplia y unos ojos negros y tiernos—. Tengo que contarte algo—dijo en seguida—. Charley Hart se va a casar.

—¡No!El reafirmó con la cabeza.

—¿Con quién?

—Con una de las chicas del pueblo.—Titubeó—. Llega mañana a Nueva York y creo que deberíamos hacer algo por ellos mientras estén aquí. Charley es uno de mis más viejos amigos.

—Invitémoslos a cenar…

—Me gustaría hacer algo más —la interrumpió él—. Quizás ir al teatro.—Volvió a titubear—. Sería un bonito gesto hacia él, ¿me entiendes?
—Muy bien—asintió Marion—. Pero no debemos gastar mucho. Y no creo que estemos obligados

El la miró sorprendido

—Quiero decir—siguió Marion—que últimamente hemos visto poco a Charley. En realidad, no lo vemos casi nunca.

—Bueno ya sabes cómo son las cosas en Nueva York—explicó Michael, en tono de disculpa—. Está tan ocupado como yo. Ahora es muy conocido y supongo que lo buscan continuamente

Siempre hablaban de Charley Hart como de su más viejo amigo. Cinco años atrás, al casarse Michael y Marion, habían llegado los tres juntos desde la misma ciudad del Oeste. Durante más de un año lo habían visto casi todos los días, sin evitar que se enterara de una sola disputa doméstica del más mínimo vaivén de sus sueños y esperanzás. Su aparición en los momentos de dificultad siempre otorgaba a la situación un giro agradable y humorístico.

Claro que los críos habían abierto una brecha y ahora hacía varios años que no llamaban a Chariey a medianoche para anunciarle que se había roto la tubería o se les estaba cayendo el techo sobre la cabeza. Pero la separación había sido tan gradual que Michael aún hablaba de Charley con el orgullo de alguien que ve a un amigo todos los días Durante un tiempo, Charley había cenado con ellos una vez por mes y los tres tenían mucho que contarse, pero los encuentros ya no terminaban con un «Te telefonearé mañana». Por el contrario, se oía un «Tendrás que venir a vernos más a menudo» o incluso después de tres o cuatro años, un «Nos veremos prónto».

—Oh, tengo muchas ganas de organizar una fiesta íntima—dijo Marion mirando a su alrededor especulativamente—. ¿Habéis hablado de alguna fecha en concreto?

—La semana que viene. —Los ojos oscuros de él escrutaron vagamente el suelo—. Podemos quitar las alfombras o algo así.

—No —sacudió ella la cabeza—. Daremos una cena para ocho personas, muy formal, y después jugaremos a las cartas.

Ya estaba pensando a quién podía invitar. Por supuesto que Charley, siendo artista, seguramente veía todos los días a gente interesante.

—Podemos llamar a los Willoughby —sugirió, poco convencida—. Ella es actriz, o algo por el estilo… Y él escribe para el cine.

—No, no me parece —objetó Michael—. Debe ver a gente como ésa todos los días en el almuerzo y la cena, y ya no podrá soportarlos. Además, fuera de los Willoughby, ¿a quién más conocemos como ellos? Se me ocurre algo mejor. Reunamos alguna gente que haya llegado aquí desde el mismo sitio. To do s han se gui do l a c arre ra de Charley y p rob ab l emente les gustaría volver a verlo. Me gustaría que comprobaran que la fama no lo ha echado a perder y que sigue siendo una persona humilde.

Después de discutir un rato se pusieron de acuerdo y Marion llamó por teléfono al primer invitado.

—Es para conocer a la novia de Charley Hart —explicó—. Charley Hart, el artista. Es uno de nuestros más viejos amigos, ¿sabes?

A medida que avanzaban los preparativos aumentaba su entusiasmo. Alquiló una camarera para que el servicio fuese impecable y convenció a la florista del vecindario para que le hiciera personalmente los adornos florales. Toda la gente «de su tierra» había aceptado con mucho gusto y el número de invitados había llegado a la docena.

—¿De qué hablaremos, Michael? —preguntó, inquieta, la víspera de la fiesta—. Imagina que todo sale mal y la gente se enfada y se va a su casa…

El se rió.

—No pasará eso. Ten en cuenta que todas estas personas se conocen.

El teléfono hizo notar su presencia sobre la mesa y Michael contestó.

—Diga. Ah, hola, Charley@

Marion se quedó rígida en su silla.

—¿De verdad? Bueno, lo siento mucho. Lo siento muchísimo… Espero que no sea nada grave.

—¿No puede venir?—exclamó Marion, sin poder evitarlo.
—Chitón—siseó él, y después, al teléfono—: Lo siento, de veras, Charley. No, para nosotros no es ningún problema. Sólo sentimos que estés enfermo.

Michael colgó con un gesto tétrico.

—La Lawrence tuvo que marcharse a su casa anoche y Charley está en cama con un cólico.

—¿Entonces no puede venir?

—No puede.

El rostro de Marion se contrajo repentinamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Dice que el médico estuvo todo el día con él —explicó Michael—. Tiene fiebre y ni siquiera querian deJarlo hablar por teléfono.

—¿Y a mí qué me importa?—sollozó Marion—. Me parece horrible. Después de invitar a todos esos amigos para que le vieran…

—La gente no puede evitar caer enferma

—Sí que puede —protestó ella, sin ninguna lógica—. Hay maneras de evitarlo. Y si la chica se fue anoche, ¿por qué no nos lo dijo?

—Dijo que se marchó inesperadamente. Hasta ayer por la tarde estaban seguros de venir los dos.

—Creo que no le importa un comino. Apuesto a que se ha alegrado de caer enfermo. Si le importara la hubiera traído hace mucho tiempo para que lá conociéramos.

De pronto se levantó

—Te diré una cosa—se dirigió a él con vehemencia—. Lo que haré será telefonear a todo el mundo y decirles que se ha suspendido la fiesta.

—No, Marion…

Pero a pesar de sus tibias protestas, ella descolgó el teléfono y empezó a buscar el primer número.

Al día siguiente, compraron entradas para el teatro can la esperanza de colmar el vacío que acarrearía la noche. Cuando a las cinco la florista a la que nada se le había dicho, se presentó con cajas de flores, Marion se echó a llorar y tuvo la sensación de que debería escaparse de casa para evitar los fantasmas que iban a poblarla. Comieron en silencio una sofisticada cena compuesta por todo lo que habían comprado para la fiesta.

—Son sólo las ocho —dijo Michael cuando terminaron—. Pienso que quedaría bien pasar a ver a Charley un minuto, ¿no te parece?

—Pues no—respondió Marion, asombrada—. No se me hubiera ocurrido.

—¿Por qué no? Si está muy enfermo, me gustaría saber si lo cuidan bien.

Ella se dio cuenta de que ya lo había decidido, de modo que se hizo a la idea y fueron en taxi hasta un alto edificio de apartamentos en Madison Avenue.

—Entra tú—dijo Marion, nerviosa—. Será mejor que yo te espere aquí.

—Ven, por favor.

—¿Para qué? Estará en cama y no querrá que entren mujeres.

—Pero se alegrará al verte. Lo animarás. Y sabrá que no estamos enfadados por lo de esta noche. Cuando llamó, parecía terriblemente deprimido.

La hizo bajar del taxi.

—Quedémonos un minuto, nada más —susurró, tensa, mientras subían en el ascensor—. La obra empieza a las ocho y media.

—La puerta de la derecha ~~liju el ascensorista.

Tocaron el timbre y esperaron. La puerta se abrió y entraron en el gran estudio de Charley Hart.

Estaba lleno de gente- una larga mesa alumbrada por lámparas y adornadá con helechos y rosas frescas había sido dispuesta de punta a punta, y el aire ligeramente humeante estaba invadido por un mur mullo de risas y palabras. Veinte mujeres sentadas a un lado, vestidas de noche, charlaban a través de las flores con veinte hombres cn medio de un júbilo nacido del chispeante borgoña que se derramaba desde las botellas en las copas heladas. En una zona de la alta y estrecha galería que rodeaba la sala, un cuarteto de cuerdas tocaba algo de Stravinsky en una clave que se adecuaba al tono de voz de las mujeres y llenaba el aire como un vino musical.

La puerta había sido abierta por un camarero que se hizo a un lado con deferencia para dar paso a los que consideró dos huéspedes retrasados, y de inrnediato un buen mozo que ocupaba la cabecera
de la mesa se levantó, servilleta en mano para quedarse paralizado al mirar a los advenedizós. La conversación se disolvió en un semisilencio y todos los ojos, tras los de Charley, miraron a la pareja que acababa de entrar. Luego, como si se hubiera roto el hechizo, la conversación volvió a desatarse y cobró intensidad palabra por palabra. El momento había terminado.

—¡Vámonos!

El susurro bajo y aterrado de Marion le llegó a Michael desde un hueco, y por un instante se creyó poseído por la ilusión de que, después de todo en la sala no había nadie más que Charley. Luegó se le aclararon los ojos y descubrió que había mucha gente. ¡Nunca había visto tanta! La música se convirtió súbitamente en un tumulto de metales, y un vendaval desatado por las trompetas pareció acometerlos. Sin volverse, los dos retrocedieron ciegamente hasta el pasillo y cerraron la puerta al salir.

—¡Marion. . . !

Había corrido hasta el ascensor y tenía un dedo apretado contra el timbre, cuyo sonido resonaba en todo el pasillo como una nota aguda perteneciente a la música de dentro. De pronto se abrió la puerta del apartamento y Charley Hart salió al pasillo.

—¡Michael! —gritó—. ¡Michael y Marion, quiero explicaros! Entrad. Os digo que quiero explicaros.

Hablaba con ansiedad, con el rostro enrojecido y la boca dando forma a una o dos palabras que no lograban materializarse.

—Date prisa, Michael —di jo tensamente la voz de Marion, desde la puerta del ascensor.

—¡Dejad que os explique! —gritó Charley con desesperación—. Quiero…

Michael se apartó de él- llegó al ascensor y la puerta se abrió con un siséo metálico.

—Actuáis como si hubiese cometido un crimen —Charley seguía a Michael por el pasillo—. ¿ No podéis comprender que todo es un accidente?

—Muy bien—murmuró Michael—. Lo comprendo.

—No, no lo comprendes.—La voz de Charley se elevó, exasperada. Se estaba enfureciendo con ellos,

como en un esfuerzo para justificar su propia e intolerable posición—. Os marcháis enfadados cuando os acabo de pedir que os quedéis. ¿Para qué habéis venido si no os vais a quedar? ¿ No. . . ?

Michael entró en el asccnsor.

—¡Abajo, abajo! —grito Marion—. ¡Oh, quiero bajar, por Javor!

La puerta se cerró.

Le indicaron al taxista que los llevara directamente a su casa; ninguno de los dos hubiera podido soportar la función tcatral. En el camino, Michael hundió su cara en las manos e intentó convencerse de que la amistad quc tanto había significado para él había terminado. Ahora se daba cuenta de que había concluido tiempo atrás, que durante el último año Charley no había buscado la compañía de ellos ni una vez, y el impacto de:l descubrimiento era más fuerte que el de la afrenta rccibida.

Cuando llegaron a su apartamento, Marion, que no había pronunciado en cl taxi una sola palabra, entró en la sala y obligó a su esposo a sentarse.

—Voy a contarte algo que deberías saber—empezó—. Probablemente nunca lo habría hecho de no haber sido por lo que ha sucedido esta noche. Pero ahora creo que tienes que oír la historia entera. —Dudó un momento—. En primer lugar, Charley Hart no era amigo tuyo en absoluto.

—¿Qué?

El la miró, estupefacto.

—Que no era amigo tuyo—repitió ella—. Durante años lo fue. Era amigo mío.

—Bueno, Charley era…

—Sé lo quc vas a decir: que Charley era amigo de los dos. Pero no es cicrto. No sé qué sentía por ti al principio, pero de jó de ser amigo tuyo hace tres o cuatro años.

—Bien—los ojos de Michael chispeaban de perplejidad—, si eso es vcrdad, ¿por qué pasaba con nosotros tanto tiempo?

—Por mí—dijo Marion con firmeza—. Estaba enamorado de mí.
—¿Qué?—Michael se rió incrédulamente—. Estás soñando. Sé que lo decía bromeando…

—No bromeaba—le interrumpió ella—. En el fondo no. Empezó haciendo chistes… y terminó pidiéndome que me escapara con él.

Michael frunció el ceño.

—Sigue—dijo tranquilamente—. Supongo que si no fuera verdad no mc lo contarías. Pero no parece real. ¿Así que de repente empezó a… a…?

Cerró la boca bruscamente, incapaz de emitir palabras.

—Empezó una noche, mientras los tres estábamos en un baile.—Marion vaciló—. Y al principio me gustaba. Tenía una capacidad especial para descubrir cosas: vestidos, sombreros, mis nuevos peinados. Era una buena compañía. Siempre se las ingeniaba para hacerme sentir importantc, en cierto modo, y atractiva. No vayas a creer que prefería estar con él que contigo. No era así. Sabía cuán absolutamente egoísta era y qué desaprensivo. Pero supongo que lo alentaba porque me hacía gracia. Era una faceta nueva de Charley y era divertida, como casi todo lo que hacía él.

—Sí—admitió Michael con un esfuerzo—. Supongo que era… cómicamente divertido.

—Al principio te seguía queriendo. No se le ocurria que pudiera estar traicionándote. No hacía más que obedecer a un impulso natural eso era todo. Pero unas semanas después empezó a éncontrarte en mcdio de su camino. Quiso llevarme a cenar sola y no pudo ser. Bueno, esa clase de situaciones se repitieron durante más de un año.

—¿Entonces qué pasó?

—No pasó nada. Empezó a dejar de visitarnos.

Michael se levantó lentamente.

—¿Quieres decir…?

—Espera un minuto. Si piensas un poco te darás cuenta de que no podía ser de otro modo. Cuando vio que yo intentaba calmar las cosas para que volviera a ser simplemente uno de nuestros más viejos amigos, se apartó. No quería ser uno de nuestros más vieJos amigos. Eso había terminado.

—Entiendo. ^,

—Bueno.—Marion se levantó y empezó a morderse nerviosamente el labio—. Esto es todo. Se me ocurrió que lo de esta noche te lastimaría menos si comprendías todo el asunto.

—Sí —respondió Michael con voz inexpresiva—. Supongo que tienes razón.

Michael atravesó una racha de prosperidad en sus negocios y al llegar el verano alquilaron una pequeña granja vieja en el campo, donde los niños jugaban todo el día en una intrincada extensión de hierba y árboles. El tema de Charley jamás fue mencionado durante esos meses y por fin llegó a convertirse en una sombra relegada a un rincón de sus mentes. A veces, justo antes de dormirse, Michael se sorprendía pensando en los momentos felices aue habían pasado los tres juntos cinco años atrás, pero entonces la realidad anulaba la ilusión y rechazaba los recuerdos con un malestar casi físico.

Un cálido atardecer de julio estaba dormitando en el porche a la luz del crepúsculo. Había sido un día muy pesado en la oficina y le agradaba descansar allí mientras la luz estival se iba borrando del campo.

Levantó la cabeza ociosamente al oír el ruido de un automóvil. Un taxi del pueblo se había detenido al final del sendero y un hombre joven acababa de bajar. Michael se sentó con una exclamación. Podía reconocer aquellos hombros anchos y el paso impaciente incluso en la penumbra.

—Maldición—dijo suavemente.

Cuando Charley Hart se acercó por el sendero de grava, Michael notó con sólo mirarlo que estaba insólitamente despeinado. Su rostro agradable estaba ojeroso y denotaba fatiga; tenía la ropa arrugada y la mirada inconfundible del que necesita dormir unas cuantas horas.

Llegó al porche, advirtió la presencia de Michael y sonrió, triste y confuso.

—Hola, Michael.

Ninguno de los dos hizo el gesto de estrechar la mano del otro, pero al cabo de un momento Charley se derrumbó bruscamente en una silla.
—Me gustaría beber un voz ronca—. Hace un calor

Michael entró en la casa con un vaso de agua que tragos ruidosos.

—Gracias—dijo, atragantándose—. Pensé que iba a pasar de largo.

Miró a su alrededor con ojos que solamente simulaban fijarse en lo que lo rodeaba.

—Bonito sitio este—señaló, y sus ojos regresaron a Michael—. ¿Quieres que me vaya?

—Bueno, pues no. Si lo necesitas, quédate sentado y descansa. Pareces arruinado.

—Lo estoy. ¿Quieres oír la historia?

—En absoluto.

—Bien, de todos modos te la voy a contar—dijo Charley, desafiante—. Para eso he venido. Estoy en un lío, Michael, y eras la única persona a la que podía recurrir.

—¿ Has probado con tus amigos ?—preguntó Michael fríamente.

—He probado con todo el mundo; al menos, con los que tuve tiempo de hacerlo. ¡Dios! —Se secó la frente con la mano—. Nunca me imaginé lo difícil que es encontrar dos mil dólares.

—¿Has venido a pedirme dos mil dólares?

—Espera un momento, Michael. Primero termina de oír. Verás en qué lío puede meterse un tipo sin tener la menor intención. Has de saber que soy el tesorero de una asociación llamada Fundación para Artistas Independientes, un invento para ayudar a los estudiantes con problemas. Había un fondo de tres mil quinientos dólares que permaneció en mi cuenta durante más de un año. Bueno, como ya sabes yo llevo un tren de vida un poco alto—gano mucho y gasto mucho—y hace un mes empecé a especular en pequeña escala por medio de un amigo…

—No sé por qué me estás contando esto—le interrumpió Michael con impaciencia—. Me…

—Espera un minuto, ¿quieres? Ya termino.—Miró a Michael con ojos atemorizados—. A veces usaba ese dinero sin darme cuenta siquiera de que no era mío.

vaso de agua—dijo con infernal.

. sin decir palabra y volvió
Charley bebió a grandes

Siempre he tenido mucho, compréndelo. Hasta esta semana al menos. Esta semana hubo una reunión de la sociedad y me pidieron que devolviera el dinero. Bien, fui a ver a un par de personas para pedirles un préstamo y tan pronto como les di la espalda uno de ellos lo contó todo. Anoche hubo un escándalo terrible. Me dijeron que como no entregara los. dos mil esta mañana me enviarían a la cárcel.—Alzó la voz y echó una mirada atemorizada a su alrededor—. Tengo sobre los hombros una orden de arresto, y si no logro conseguir el dinero me mataré, Michael- juro por Dios que lo haré. No quiero ir a la cárcel. Soy un artista, no un hombre de negocios. Soy…

Hizo un esfuerzo para dominar la voz.

—Michael—murmuró—. Eres mi mejor amigo. No tengo a nadie más que a ti en el mundo.

—Has llegado un poco tarde—dijo Michael, incómodo—. No pensaste en mí hace cuatro años cuando le pediste a mi esposa que se escapara contigo.

Una sincera mirada de sorpresa atravesó el rostro de Charley.

—¿Estás enfadado por eso?—preguntó, confundido—. Pensé que estabas ofendido porque no fui a tu fiesta.

Michael no contestó.

—Supuse que ella te habría hablado de eso hace mucho tiempo— continuó Charley—. No pude evitarlo. Estaba solo y vosotros os teníais el uno al otro. Cada vez que iba a tu casa te dedicabas a contar lo maravillosa que era Marion hasta que al fin… empecé a estar de acuerdo. ¿Cómo podía evitar enamorarme de ella si durante un año y medio fue la única chica decente que conocí?—Miró a Michael altivamente—. Bueno, tú la tienes, ¿no? Ni siquiera llegué a besarla. ¿Vale la pena que sigas machacando?

—Oye—dijo Michael, cortante—. ¿Cuál es la razón de que deba prestarte el dinero?

—Bueno… —Charley vaciló y se rió de mala gana—. No sé la razón exacta. Sólo pensé que lo harias.

—¿Por qué?

—Por ningún motivo; ya veo cómo lo has tomado.
—Ese es el problema. Si te lo diera sería por sentimentalismo y debilidad. Estaría haciendo algo que no quiero hacer.

—Muy bien. —Charlcy sonrió desagradablemente—. Es lógico. Ahora que lo pienso no hay ninguna razón para que me lo prestes. Bueno…— Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y, al echar la cabeza hacia atrás, dio la impresión de querer desprenderse del tema como si fuese una gorra—. No iré a la cárcel… Y quizá mañana opines de forma diferente.

—Ni lo sueñes.

—Oh, no quiero decir que te vuelva a pedir el dinero. Hablo de algo… muy distinto.

Meneó la cabeza, se volvió rápidamente y avanzó por el sendero hasta que la oscuridad se lo tragó. Michael oyó que los pasos se apagaban, como si vacilase, en el punto en donde el sendero salía al camino.

Después se alejaron por el camino hacia la estación, a una milla de distancia.

Michael se hundió en su silla, con el rostro entre las manos. Oyó salir a Marion.

—Hc escuchado —di jo ella—. No pude evitarlo. Me alegro que no le hayas prestado nada.

Se acercó a él y se hubiera sentado en sus rodillas, pero una repulsión casi física invadió a Michael y lo obligó a levantarse de la silla.

—Tenía miedo de que te trabajara los sentimientos y acabara convenciéndote—siguió Marion. Vaciíó—. Tc odiaba, ¿sabes? Quería que te murieses. Una vez le dije que si volvía a decir eso no lo vería nunca más.

Michael le dirigió una mirada tenebrosa.

—La verdad es que fuiste muy noble.

—Oyc, Michael…

—Permitiste que te dijera cosas como ésa… y ahora que viene arruinado, sin un amigo a quien recurrir, dices que te alegra que lo haya echado.

—Es porque te quiero, cariño…

—¡No, no es por eso!—la interrumpió brutalmente—. Es porque en este mundo el odio es una mercancía barata. Todo el mundo la tiene en venta. ¡Dios míot! ¿Qué crees que pienso de mí en este momento?

—El no se merece que pienses así.

—¡Por favor, vete! —gritó Michael con pasión—. Quiero estar solo.

Ella le hizo caso y él volvió a sentarse en la oscuridad deí porche, sintiendo que lo envolvía una especie de terror. Hizo varias veces un esfuerzo para levantarse pero acabó frunciendo el ceño y permaneciendo inmóvil. Por fin, después de largo rato, se puso en pie de un salto, mientras un sudor frío resbalaba por su frente. La hora anterior y los últimos me se s se disolv ie ron de pron to y sint ió que daba un salto de varios años hacia atrás. Quizás esos años se hubieran escapado con Charlcy Hart, su viejo amigo. Charley Hart, que no tenía otro lugar a donde ir. Michael echó a correr por el porche, aturdido, buscando su sombrcro y su chaqueta.

—¡Oye, Charley! —gritó.

Por fin encontró la chaqueta y, enfundándosela con dificultad, bajó los escalones como una tromba. Le parecía que Charley se había marchado sólo unos minutos antes.

—¡Charley!—gritó al llegar al camino—. ¡Charley, vuelve aquí! ¡Me he equivocado!

Se calló y prestó atención. No hubo respuesta. Jadeando se lanzó a correr como un perro por el camino, á través de la noche tórrida.

Apenas eran las ocho y media, pero el campo estaba en absoluto silencio y las ranas croaban con fuerza en la fran ja pantanosa que bordeaba el camino. El cieío cstaba débilmcntc salpicado de estrellas y pronto saldría la íuna, pero cl camino se cstiraba entre árboles oscuros y Michacl no veía nada que estuviera a más de tres metros. Al cabo de un rato decidió caminar. Una mirada a la csfcra luminosa de su reloj le había bastado para darse cuenta de que el tren dc Nucva York no pasaría hasta una hora después. Tenía mucho tiempo.

A pesar de ello, se puso a correr nuevamente y cubrió en quince minutos el kilómetro y mcdio quc separaba su casa de la estación. Era una estación pe
queña, humildemente encogida en la oscuridad al borde de las vías brillantes. A un lado Michael vio las luces de un taxi que esperaba el próximo tren.

El andén estaba desierto y Michael abrió la puerta para mirar dentro de la turbia sala de espera. Estaba vacía.

—Es gracioso—murmuró.

Despertó al chófer del taxi y le preguntó si había visto a alguien esperando el tren. El chófer lo pensó; sí, había visto a un hombre joven, hacía unos veinte minutos. Había recorrido el andén durante un rato, fumando, y después se había perdido en la oscuridad.

—Es gracioso—repitió Michael.

Formó un megáfono con las manos y dirigiéndolo hacia el bosque, al otro lado de la vía, lanzó un grito:

—¡Charley!

No hubo respuesta. Volvió a probar. Después regresó al taxi.

—¿Tiene idea de hacia dónde fue?

El hombre señaló vagamente la carretera a Nueva York, que corría paralela a la vía.

—Para allí.

Con creciente inquietud, Michael le dio las gracias y se apresuró a tomar la carretera, que ahora se blanqueaba bajo la luna. Estaba completamente seguro de que Charley estaba dispuesto a matarse. Recordó su expresión al volverse y la mano rígida dentro del bolsillo, como aferrando algún objeto amenazador.

—¡Charley! —gritó con voz terrible.

Los árboles en sombras no respondieron. Pasó frente a una docena de campos refulgentes como plata bajo la luna, deteniéndose varias veces a gritar y esperar ansiosamente una respuesta.

Se le ocurrió que era estúpido seguir avanzando en esa dirección; probablemente, Charley estaría en algún lugar del bosque, cerca de la estación. Tal vez todo fuera producto de su imaginación y Charley estuviese en ese mismo instante paseándose por el andén, esperando el tren de la ciudad. Pero un impulso más allá de toda lógica lo llevaba a seguir en la búsqueda. Más aún, experimentó una y otra vez la sensación de que delante de él había alguien, alguien que, fuera del alcance de su mirada y su voz se le escurría en cada curva y sin embargo dejabá a su paso un aura trágica y tenue. En un momento dado creyó oír pasos entre las hojas, al lado de la carretera, pero sólo era una hoja de periódico arrastrada por el débil viento caliente.

Era una noche sofocante, Ia luna parecía arrojar rayos hirvientes sobre la tierra abrasada. Michael se quitó la chaqueta y la dobló sobre un brazo sin dejar de caminar. Ahora tenía a pocos metros un puente de piedra que atravesaba la vía y más allá una línea interminable de postes de teléfono que se extendían en perspectiva decreciente hacia un horizonte inabarcable. Bien, llegaría hasta el puente y después se daría por vencido. Lo habría hecho antes, de no ser por aquella sensación de que alguien caminaba ligera y velozmente un poco por delante.

Al llegar al puente de piedra, se sentó sobre una roca, latiéndole el corazón con fuertes golpes bajo la camisa empapada. No tenía sentido: Charley se había alejado de su alcance y de su ayuda, tal vez para síempre. A lo lejos, más allá de la estación, oyó acercarse la sirena del tren de las nueve y media

Michael se sorprendió preguntándose repentinamente por qué estaba allí. ¿Qué cuerda sensible de su carácter había tocado Charley en aquellos pocos minutos para lanzarlo a aquella carrera asustada y sin destino a través de la noche? Lo habían discutido, y Charley no había sido capaz de darle una razón por la cual debiera ayudarle.

Se levantó con ía idea de regresar, pero antes de volverse se qucdó observando el camino por un minuto bajo la luz de la luna. Después del puente sc cxtendía la línea de postes y, mientras sus ojos la seguían hasta donde les era posible, volvió a oír, ahora más cercana y ominosa, la sirena del tren de Nueva York, elevándose y descendiendo con precisión musical en la noche serena. De pronto, sus ojos, que habían estado deslizándose por las vías, se detuvieron atraídos por un punto de la línea de postes, a unos cientos de metros de distancia. El poste era exactamente igual a los otros y sin embargo poseía algo distinto, algo indescriptiblemente distinto.

Y al observarlo con la concentración que absorbe a veces la figura en una alfombra se produjo un extraño efecto en su mente y de pronto lo vio todo bajo una luz totalmente diferente. Con el murmullo-de la brisa le había llegado una idea que cambiaba por completo el cariz de la situación. Era esto: recordó haber leído en alguna parte que en cierto momento perdido en la oscuridad del medioevo un hombre llamado Gerbert (Gerbert d’Aurillac, el erudito papa Silvestre II, muerto en 1003. (N. del T.)) había resumido en sí toda la civilización europea. Le pareció súbitamente claro que él acababa de pasar por una situación semejante. Por un minuto, un instante del tiempo, toda la piedad del mundo se había agolpado en él.

Lo comprendió en medio de una conmoción en el espacio de un segundo, y en seguida supo pór qué debería haber ayudado a Charley Hart. Era porque hubiera sido intolerable vivir en un mundo sin solidaridad, donde cualquier ser humano pudiera estar tan solo como había estado Charley esa tarde.

Y bien, de eso se trataba, por supuesto- se le había confiado esa oportunidad. Había ido á buscarlo alguien que no contaba con nadie más, y él se había negado.

Durante todo ese tiempo se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada fija en el poste de teléfono más allá de la vía, un poste que sus ojos habían reconocido como distinto a los demás. Ahora la luna brillaba tanto que podía ver una barra blanca que cruzaba el poste cerca de la punta, y al contemplarla el poste pareció aislarse, como si los demás se hubiesen esfumado.

De pronto, a una milla de distancia, oyó el traqueteo y el estrépito del tren eléctrico que abandonaba la estación, y como si el sonido lo hubiera devuelto a la vida, lanzó un grito entrecortado y echó a correr a toda velocidad por el camino, hacia el po s te de la ba rra at rave sada.

El tren silbó una vez más. Clac-clac-clac. Ahora estaba más cerca, a seiscientos, a quinientos metros, y cuando pasó por debajo del puente iluminó a Michael con su faro. No sentía emoción alguna sino mero terror: sólo sabía que debía llegar al poste antes que el tren, y el poste estaba a cincuenta metros, apuntando rígidamente al cielo como una estrella.

Al otro lado de la vía no había sendero junto a los postes, pero el tren estaba tan cerca que decidió no espcrar más porque de lo contrario no lograría cruzar. Se desvió de la carretera, atravesó la vía en dos zancadas y con el ruido del motor sonándole en los taíones se precipitó sobre el campo. Ocho nueve metros; mientras el sonido del tren eléctricó se convertía en bramido en sus oídos, llegó al poste y se llevó por delante al hombre que estaba parado junto a la vía, arrojándolo al suelo con el impacto de su cuerpo.

Su oído registró un estruendo de acero, el pesado deslizarse de las ruedas sobre los rieles, un veloz rugido del aire. Un momento después, el tren de las nueve y media había pasado.

—Charley —balbució incoherente—. Charley…

Una cara lívida le miró atónita. Michael rodó sobre su espalda y se estiró jadeando. Ahora, la noche sofocante estaba serena; sólo se oía el murmullo del tren que se alejaba.

—¡Oh, Dios!

Michael abrió los ojos y vio a Charley sentado, con el rostro entre las manos.

—Está bien —murmuró Michael—. Está bien Charley. Te prestaré el dinero. No sé en qué estabá pensando. Después de todo… eres uno de mis más viejos amigos.

Charley meneó la cabeza.

—No lo entiendo —dijo, con la voz quebrada—. ¿De dónde has salido? ¿Cómo has llegado aquí?

—Te he estado siguiendo. Estaba detrás de ti.

—Hace media hora que estoy aquí.

—Bueno, es una suerte que hayas elegido este poste para… para esperar. Lo estuve mirando desde el puente. Lo elegí por el travesaño.

Charley se había puesto de pie, tambaleándose, y ahora se alejó unos pasos y contempló el poste a la luz de la luna.

—¿Qué has dicho?—preguntó un minuto después, con una voz confundida—. ¿Has dicho que este poste tiene un travesaño?

—Sí, claro. Lo estuve mirando un rato largo. Por eso. . .

Charley levantó nuevamente los ojos y dudó, extrañado antes de hablar.

—No hay ningún travesaño—dijo.

El reafirmó con la cabeza.

—¿Con quién?

—Con una de las chicas del pueblo.—Titubeó—. Llega mañana a Nueva York y creo que deberíamos hacer algo por ellos mientras estén aquí. Charley es uno de mis más viejos amigos.

—Invitémoslos a cenar…

—Me gustaría hacer algo más —la interrumpió él—. Quizás ir al teatro.—Volvió a titubear—. Sería un bonito gesto hacia él, ¿me entiendes?
—Muy bien—asintió Marion—. Pero no debemos gastar mucho. Y no creo que estemos obligados

El la miró sorprendido

—Quiero decir—siguió Marion—que últimamente hemos visto poco a Charley. En realidad, no lo vemos casi nunca.

—Bueno ya sabes cómo son las cosas en Nueva York—explicó Michael, en tono de disculpa—. Está tan ocupado como yo. Ahora es muy conocido y supongo que lo buscan continuamente

Siempre hablaban de Charley Hart como de su más viejo amigo. Cinco años atrás, al casarse Michael y Marion, habían llegado los tres juntos desde la misma ciudad del Oeste. Durante más de un año lo habían visto casi todos los días, sin evitar que se enterara de una sola disputa doméstica del más mínimo vaivén de sus sueños y esperanzás. Su aparición en los momentos de dificultad siempre otorgaba a la situación un giro agradable y humorístico.

Claro que los críos habían abierto una brecha y ahora hacía varios años que no llamaban a Chariey a medianoche para anunciarle que se había roto la tubería o se les estaba cayendo el techo sobre la cabeza. Pero la separación había sido tan gradual que Michael aún hablaba de Charley con el orgullo de alguien que ve a un amigo todos los días Durante un tiempo, Charley había cenado con ellos una vez por mes y los tres tenían mucho que contarse, pero los encuentros ya no terminaban con un «Te telefonearé mañana». Por el contrario, se oía un «Tendrás que venir a vernos más a menudo» o incluso después de tres o cuatro años, un «Nos veremos prónto».

—Oh, tengo muchas ganas de organizar una fiesta íntima—dijo Marion mirando a su alrededor especulativamente—. ¿Habéis hablado de alguna fecha en concreto?

—La semana que viene. —Los ojos oscuros de él escrutaron vagamente el suelo—. Podemos quitar las alfombras o algo así.

—No —sacudió ella la cabeza—. Daremos una cena para ocho personas, muy formal, y después jugaremos a las cartas.

Ya estaba pensando a quién podía invitar. Por supuesto que Charley, siendo artista, seguramente veía todos los días a gente interesante.

—Podemos llamar a los Willoughby —sugirió, poco convencida—. Ella es actriz, o algo por el estilo… Y él escribe para el cine.

—No, no me parece —objetó Michael—. Debe ver a gente como ésa todos los días en el almuerzo y la cena, y ya no podrá soportarlos. Además, fuera de los Willoughby, ¿a quién más conocemos como ellos? Se me ocurre algo mejor. Reunamos alguna gente que haya llegado aquí desde el mismo sitio. To do s han se gui do l a c arre ra de Charley y p rob ab l emente les gustaría volver a verlo. Me gustaría que comprobaran que la fama no lo ha echado a perder y que sigue siendo una persona humilde.

Después de discutir un rato se pusieron de acuerdo y Marion llamó por teléfono al primer invitado.

—Es para conocer a la novia de Charley Hart —explicó—. Charley Hart, el artista. Es uno de nuestros más viejos amigos, ¿sabes?

A medida que avanzaban los preparativos aumentaba su entusiasmo. Alquiló una camarera para que el servicio fuese impecable y convenció a la florista del vecindario para que le hiciera personalmente los adornos florales. Toda la gente «de su tierra» había aceptado con mucho gusto y el número de invitados había llegado a la docena.

—¿De qué hablaremos, Michael? —preguntó, inquieta, la víspera de la fiesta—. Imagina que todo sale mal y la gente se enfada y se va a su casa…

El se rió.

—No pasará eso. Ten en cuenta que todas estas personas se conocen.

El teléfono hizo notar su presencia sobre la mesa y Michael contestó.

—Diga. Ah, hola, Charley@

Marion se quedó rígida en su silla.

—¿De verdad? Bueno, lo siento mucho. Lo siento muchísimo… Espero que no sea nada grave.

—¿No puede venir?—exclamó Marion, sin poder evitarlo.
—Chitón—siseó él, y después, al teléfono—: Lo siento, de veras, Charley. No, para nosotros no es ningún problema. Sólo sentimos que estés enfermo.

Michael colgó con un gesto tétrico.

—La Lawrence tuvo que marcharse a su casa anoche y Charley está en cama con un cólico.

—¿Entonces no puede venir?

—No puede.

El rostro de Marion se contrajo repentinamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Dice que el médico estuvo todo el día con él —explicó Michael—. Tiene fiebre y ni siquiera querian deJarlo hablar por teléfono.

—¿Y a mí qué me importa?—sollozó Marion—. Me parece horrible. Después de invitar a todos esos amigos para que le vieran…

—La gente no puede evitar caer enferma

—Sí que puede —protestó ella, sin ninguna lógica—. Hay maneras de evitarlo. Y si la chica se fue anoche, ¿por qué no nos lo dijo?

—Dijo que se marchó inesperadamente. Hasta ayer por la tarde estaban seguros de venir los dos.

—Creo que no le importa un comino. Apuesto a que se ha alegrado de caer enfermo. Si le importara la hubiera traído hace mucho tiempo para que lá conociéramos.

De pronto se levantó

—Te diré una cosa—se dirigió a él con vehemencia—. Lo que haré será telefonear a todo el mundo y decirles que se ha suspendido la fiesta.

—No, Marion…

Pero a pesar de sus tibias protestas, ella descolgó el teléfono y empezó a buscar el primer número.

Al día siguiente, compraron entradas para el teatro can la esperanza de colmar el vacío que acarrearía la noche. Cuando a las cinco la florista a la que nada se le había dicho, se presentó con cajas de flores, Marion se echó a llorar y tuvo la sensación de que debería escaparse de casa para evitar los fantasmas que iban a poblarla. Comieron en silencio una sofisticada cena compuesta por todo lo que habían comprado para la fiesta.

—Son sólo las ocho —dijo Michael cuando terminaron—. Pienso que quedaría bien pasar a ver a Charley un minuto, ¿no te parece?

—Pues no—respondió Marion, asombrada—. No se me hubiera ocurrido.

—¿Por qué no? Si está muy enfermo, me gustaría saber si lo cuidan bien.

Ella se dio cuenta de que ya lo había decidido, de modo que se hizo a la idea y fueron en taxi hasta un alto edificio de apartamentos en Madison Avenue.

—Entra tú—dijo Marion, nerviosa—. Será mejor que yo te espere aquí.

—Ven, por favor.

—¿Para qué? Estará en cama y no querrá que entren mujeres.

—Pero se alegrará al verte. Lo animarás. Y sabrá que no estamos enfadados por lo de esta noche. Cuando llamó, parecía terriblemente deprimido.

La hizo bajar del taxi.

—Quedémonos un minuto, nada más —susurró, tensa, mientras subían en el ascensor—. La obra empieza a las ocho y media.

—La puerta de la derecha ~~liju el ascensorista.

Tocaron el timbre y esperaron. La puerta se abrió y entraron en el gran estudio de Charley Hart.

Estaba lleno de gente- una larga mesa alumbrada por lámparas y adornadá con helechos y rosas frescas había sido dispuesta de punta a punta, y el aire ligeramente humeante estaba invadido por un mur mullo de risas y palabras. Veinte mujeres sentadas a un lado, vestidas de noche, charlaban a través de las flores con veinte hombres cn medio de un júbilo nacido del chispeante borgoña que se derramaba desde las botellas en las copas heladas. En una zona de la alta y estrecha galería que rodeaba la sala, un cuarteto de cuerdas tocaba algo de Stravinsky en una clave que se adecuaba al tono de voz de las mujeres y llenaba el aire como un vino musical.

La puerta había sido abierta por un camarero que se hizo a un lado con deferencia para dar paso a los que consideró dos huéspedes retrasados, y de inrnediato un buen mozo que ocupaba la cabecera
de la mesa se levantó, servilleta en mano para quedarse paralizado al mirar a los advenedizós. La conversación se disolvió en un semisilencio y todos los ojos, tras los de Charley, miraron a la pareja que acababa de entrar. Luego, como si se hubiera roto el hechizo, la conversación volvió a desatarse y cobró intensidad palabra por palabra. El momento había terminado.

—¡Vámonos!

El susurro bajo y aterrado de Marion le llegó a Michael desde un hueco, y por un instante se creyó poseído por la ilusión de que, después de todo en la sala no había nadie más que Charley. Luegó se le aclararon los ojos y descubrió que había mucha gente. ¡Nunca había visto tanta! La música se convirtió súbitamente en un tumulto de metales, y un vendaval desatado por las trompetas pareció acometerlos. Sin volverse, los dos retrocedieron ciegamente hasta el pasillo y cerraron la puerta al salir.

—¡Marion. . . !

Había corrido hasta el ascensor y tenía un dedo apretado contra el timbre, cuyo sonido resonaba en todo el pasillo como una nota aguda perteneciente a la música de dentro. De pronto se abrió la puerta del apartamento y Charley Hart salió al pasillo.

—¡Michael! —gritó—. ¡Michael y Marion, quiero explicaros! Entrad. Os digo que quiero explicaros.

Hablaba con ansiedad, con el rostro enrojecido y la boca dando forma a una o dos palabras que no lograban materializarse.

—Date prisa, Michael —di jo tensamente la voz de Marion, desde la puerta del ascensor.

—¡Dejad que os explique! —gritó Charley con desesperación—. Quiero…

Michael se apartó de él- llegó al ascensor y la puerta se abrió con un siséo metálico.

—Actuáis como si hubiese cometido un crimen —Charley seguía a Michael por el pasillo—. ¿ No podéis comprender que todo es un accidente?

—Muy bien—murmuró Michael—. Lo comprendo.

—No, no lo comprendes.—La voz de Charley se elevó, exasperada. Se estaba enfureciendo con ellos,

como en un esfuerzo para justificar su propia e intolerable posición—. Os marcháis enfadados cuando os acabo de pedir que os quedéis. ¿Para qué habéis venido si no os vais a quedar? ¿ No. . . ?

Michael entró en el asccnsor.

—¡Abajo, abajo! —grito Marion—. ¡Oh, quiero bajar, por Javor!

La puerta se cerró.

Le indicaron al taxista que los llevara directamente a su casa; ninguno de los dos hubiera podido soportar la función tcatral. En el camino, Michael hundió su cara en las manos e intentó convencerse de que la amistad quc tanto había significado para él había terminado. Ahora se daba cuenta de que había concluido tiempo atrás, que durante el último año Charley no había buscado la compañía de ellos ni una vez, y el impacto de:l descubrimiento era más fuerte que el de la afrenta rccibida.

Cuando llegaron a su apartamento, Marion, que no había pronunciado en cl taxi una sola palabra, entró en la sala y obligó a su esposo a sentarse.

—Voy a contarte algo que deberías saber—empezó—. Probablemente nunca lo habría hecho de no haber sido por lo que ha sucedido esta noche. Pero ahora creo que tienes que oír la historia entera. —Dudó un momento—. En primer lugar, Charley Hart no era amigo tuyo en absoluto.

—¿Qué?

El la miró, estupefacto.

—Que no era amigo tuyo—repitió ella—. Durante años lo fue. Era amigo mío.

—Bueno, Charley era…

—Sé lo quc vas a decir: que Charley era amigo de los dos. Pero no es cicrto. No sé qué sentía por ti al principio, pero de jó de ser amigo tuyo hace tres o cuatro años.

—Bien—los ojos de Michael chispeaban de perplejidad—, si eso es vcrdad, ¿por qué pasaba con nosotros tanto tiempo?

—Por mí—dijo Marion con firmeza—. Estaba enamorado de mí.
—¿Qué?—Michael se rió incrédulamente—. Estás soñando. Sé que lo decía bromeando…

—No bromeaba—le interrumpió ella—. En el fondo no. Empezó haciendo chistes… y terminó pidiéndome que me escapara con él.

Michael frunció el ceño.

—Sigue—dijo tranquilamente—. Supongo que si no fuera verdad no mc lo contarías. Pero no parece real. ¿Así que de repente empezó a… a…?

Cerró la boca bruscamente, incapaz de emitir palabras.

—Empezó una noche, mientras los tres estábamos en un baile.—Marion vaciló—. Y al principio me gustaba. Tenía una capacidad especial para descubrir cosas: vestidos, sombreros, mis nuevos peinados. Era una buena compañía. Siempre se las ingeniaba para hacerme sentir importantc, en cierto modo, y atractiva. No vayas a creer que prefería estar con él que contigo. No era así. Sabía cuán absolutamente egoísta era y qué desaprensivo. Pero supongo que lo alentaba porque me hacía gracia. Era una faceta nueva de Charley y era divertida, como casi todo lo que hacía él.

—Sí—admitió Michael con un esfuerzo—. Supongo que era… cómicamente divertido.

—Al principio te seguía queriendo. No se le ocurria que pudiera estar traicionándote. No hacía más que obedecer a un impulso natural eso era todo. Pero unas semanas después empezó a éncontrarte en mcdio de su camino. Quiso llevarme a cenar sola y no pudo ser. Bueno, esa clase de situaciones se repitieron durante más de un año.

—¿Entonces qué pasó?

—No pasó nada. Empezó a dejar de visitarnos.

Michael se levantó lentamente.

—¿Quieres decir…?

—Espera un minuto. Si piensas un poco te darás cuenta de que no podía ser de otro modo. Cuando vio que yo intentaba calmar las cosas para que volviera a ser simplemente uno de nuestros más viejos amigos, se apartó. No quería ser uno de nuestros más vieJos amigos. Eso había terminado.

—Entiendo. ^,

—Bueno.—Marion se levantó y empezó a morderse nerviosamente el labio—. Esto es todo. Se me ocurrió que lo de esta noche te lastimaría menos si comprendías todo el asunto.

—Sí —respondió Michael con voz inexpresiva—. Supongo que tienes razón.

Michael atravesó una racha de prosperidad en sus negocios y al llegar el verano alquilaron una pequeña granja vieja en el campo, donde los niños jugaban todo el día en una intrincada extensión de hierba y árboles. El tema de Charley jamás fue mencionado durante esos meses y por fin llegó a convertirse en una sombra relegada a un rincón de sus mentes. A veces, justo antes de dormirse, Michael se sorprendía pensando en los momentos felices aue habían pasado los tres juntos cinco años atrás, pero entonces la realidad anulaba la ilusión y rechazaba los recuerdos con un malestar casi físico.

Un cálido atardecer de julio estaba dormitando en el porche a la luz del crepúsculo. Había sido un día muy pesado en la oficina y le agradaba descansar allí mientras la luz estival se iba borrando del campo.

Levantó la cabeza ociosamente al oír el ruido de un automóvil. Un taxi del pueblo se había detenido al final del sendero y un hombre joven acababa de bajar. Michael se sentó con una exclamación. Podía reconocer aquellos hombros anchos y el paso impaciente incluso en la penumbra.

—Maldición—dijo suavemente.

Cuando Charley Hart se acercó por el sendero de grava, Michael notó con sólo mirarlo que estaba insólitamente despeinado. Su rostro agradable estaba ojeroso y denotaba fatiga; tenía la ropa arrugada y la mirada inconfundible del que necesita dormir unas cuantas horas.

Llegó al porche, advirtió la presencia de Michael y sonrió, triste y confuso.

—Hola, Michael.

Ninguno de los dos hizo el gesto de estrechar la mano del otro, pero al cabo de un momento Charley se derrumbó bruscamente en una silla.
—Me gustaría beber un voz ronca—. Hace un calor

Michael entró en la casa con un vaso de agua que tragos ruidosos.

—Gracias—dijo, atragantándose—. Pensé que iba a pasar de largo.

Miró a su alrededor con ojos que solamente simulaban fijarse en lo que lo rodeaba.

—Bonito sitio este—señaló, y sus ojos regresaron a Michael—. ¿Quieres que me vaya?

—Bueno, pues no. Si lo necesitas, quédate sentado y descansa. Pareces arruinado.

—Lo estoy. ¿Quieres oír la historia?

—En absoluto.

—Bien, de todos modos te la voy a contar—dijo Charley, desafiante—. Para eso he venido. Estoy en un lío, Michael, y eras la única persona a la que podía recurrir.

—¿ Has probado con tus amigos ?—preguntó Michael fríamente.

—He probado con todo el mundo; al menos, con los que tuve tiempo de hacerlo. ¡Dios! —Se secó la frente con la mano—. Nunca me imaginé lo difícil que es encontrar dos mil dólares.

—¿Has venido a pedirme dos mil dólares?

—Espera un momento, Michael. Primero termina de oír. Verás en qué lío puede meterse un tipo sin tener la menor intención. Has de saber que soy el tesorero de una asociación llamada Fundación para Artistas Independientes, un invento para ayudar a los estudiantes con problemas. Había un fondo de tres mil quinientos dólares que permaneció en mi cuenta durante más de un año. Bueno, como ya sabes yo llevo un tren de vida un poco alto—gano mucho y gasto mucho—y hace un mes empecé a especular en pequeña escala por medio de un amigo…

—No sé por qué me estás contando esto—le interrumpió Michael con impaciencia—. Me…

—Espera un minuto, ¿quieres? Ya termino.—Miró a Michael con ojos atemorizados—. A veces usaba ese dinero sin darme cuenta siquiera de que no era mío.

vaso de agua—dijo con infernal.

. sin decir palabra y volvió
Charley bebió a grandes

Siempre he tenido mucho, compréndelo. Hasta esta semana al menos. Esta semana hubo una reunión de la sociedad y me pidieron que devolviera el dinero. Bien, fui a ver a un par de personas para pedirles un préstamo y tan pronto como les di la espalda uno de ellos lo contó todo. Anoche hubo un escándalo terrible. Me dijeron que como no entregara los. dos mil esta mañana me enviarían a la cárcel.—Alzó la voz y echó una mirada atemorizada a su alrededor—. Tengo sobre los hombros una orden de arresto, y si no logro conseguir el dinero me mataré, Michael- juro por Dios que lo haré. No quiero ir a la cárcel. Soy un artista, no un hombre de negocios. Soy…

Hizo un esfuerzo para dominar la voz.

—Michael—murmuró—. Eres mi mejor amigo. No tengo a nadie más que a ti en el mundo.

—Has llegado un poco tarde—dijo Michael, incómodo—. No pensaste en mí hace cuatro años cuando le pediste a mi esposa que se escapara contigo.

Una sincera mirada de sorpresa atravesó el rostro de Charley.

—¿Estás enfadado por eso?—preguntó, confundido—. Pensé que estabas ofendido porque no fui a tu fiesta.

Michael no contestó.

—Supuse que ella te habría hablado de eso hace mucho tiempo— continuó Charley—. No pude evitarlo. Estaba solo y vosotros os teníais el uno al otro. Cada vez que iba a tu casa te dedicabas a contar lo maravillosa que era Marion hasta que al fin… empecé a estar de acuerdo. ¿Cómo podía evitar enamorarme de ella si durante un año y medio fue la única chica decente que conocí?—Miró a Michael altivamente—. Bueno, tú la tienes, ¿no? Ni siquiera llegué a besarla. ¿Vale la pena que sigas machacando?

—Oye—dijo Michael, cortante—. ¿Cuál es la razón de que deba prestarte el dinero?

—Bueno… —Charley vaciló y se rió de mala gana—. No sé la razón exacta. Sólo pensé que lo harias.

—¿Por qué?

—Por ningún motivo; ya veo cómo lo has tomado.
—Ese es el problema. Si te lo diera sería por sentimentalismo y debilidad. Estaría haciendo algo que no quiero hacer.

—Muy bien. —Charlcy sonrió desagradablemente—. Es lógico. Ahora que lo pienso no hay ninguna razón para que me lo prestes. Bueno…— Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y, al echar la cabeza hacia atrás, dio la impresión de querer desprenderse del tema como si fuese una gorra—. No iré a la cárcel… Y quizá mañana opines de forma diferente.

—Ni lo sueñes.

—Oh, no quiero decir que te vuelva a pedir el dinero. Hablo de algo… muy distinto.

Meneó la cabeza, se volvió rápidamente y avanzó por el sendero hasta que la oscuridad se lo tragó. Michael oyó que los pasos se apagaban, como si vacilase, en el punto en donde el sendero salía al camino.

Después se alejaron por el camino hacia la estación, a una milla de distancia.

Michael se hundió en su silla, con el rostro entre las manos. Oyó salir a Marion.

—Hc escuchado —di jo ella—. No pude evitarlo. Me alegro que no le hayas prestado nada.

Se acercó a él y se hubiera sentado en sus rodillas, pero una repulsión casi física invadió a Michael y lo obligó a levantarse de la silla.

—Tenía miedo de que te trabajara los sentimientos y acabara convenciéndote—siguió Marion. Vaciíó—. Tc odiaba, ¿sabes? Quería que te murieses. Una vez le dije que si volvía a decir eso no lo vería nunca más.

Michael le dirigió una mirada tenebrosa.

—La verdad es que fuiste muy noble.

—Oyc, Michael…

—Permitiste que te dijera cosas como ésa… y ahora que viene arruinado, sin un amigo a quien recurrir, dices que te alegra que lo haya echado.

—Es porque te quiero, cariño…

—¡No, no es por eso!—la interrumpió brutalmente—. Es porque en este mundo el odio es una mercancía barata. Todo el mundo la tiene en venta. ¡Dios míot! ¿Qué crees que pienso de mí en este momento?

—El no se merece que pienses así.

—¡Por favor, vete! —gritó Michael con pasión—. Quiero estar solo.

Ella le hizo caso y él volvió a sentarse en la oscuridad deí porche, sintiendo que lo envolvía una especie de terror. Hizo varias veces un esfuerzo para levantarse pero acabó frunciendo el ceño y permaneciendo inmóvil. Por fin, después de largo rato, se puso en pie de un salto, mientras un sudor frío resbalaba por su frente. La hora anterior y los últimos me se s se disolv ie ron de pron to y sint ió que daba un salto de varios años hacia atrás. Quizás esos años se hubieran escapado con Charlcy Hart, su viejo amigo. Charley Hart, que no tenía otro lugar a donde ir. Michael echó a correr por el porche, aturdido, buscando su sombrcro y su chaqueta.

—¡Oye, Charley! —gritó.

Por fin encontró la chaqueta y, enfundándosela con dificultad, bajó los escalones como una tromba. Le parecía que Charley se había marchado sólo unos minutos antes.

—¡Charley!—gritó al llegar al camino—. ¡Charley, vuelve aquí! ¡Me he equivocado!

Se calló y prestó atención. No hubo respuesta. Jadeando se lanzó a correr como un perro por el camino, á través de la noche tórrida.

Apenas eran las ocho y media, pero el campo estaba en absoluto silencio y las ranas croaban con fuerza en la fran ja pantanosa que bordeaba el camino. El cieío cstaba débilmcntc salpicado de estrellas y pronto saldría la íuna, pero cl camino se cstiraba entre árboles oscuros y Michacl no veía nada que estuviera a más de tres metros. Al cabo de un rato decidió caminar. Una mirada a la csfcra luminosa de su reloj le había bastado para darse cuenta de que el tren dc Nucva York no pasaría hasta una hora después. Tenía mucho tiempo.

A pesar de ello, se puso a correr nuevamente y cubrió en quince minutos el kilómetro y mcdio quc separaba su casa de la estación. Era una estación pe
queña, humildemente encogida en la oscuridad al borde de las vías brillantes. A un lado Michael vio las luces de un taxi que esperaba el próximo tren.

El andén estaba desierto y Michael abrió la puerta para mirar dentro de la turbia sala de espera. Estaba vacía.

—Es gracioso—murmuró.

Despertó al chófer del taxi y le preguntó si había visto a alguien esperando el tren. El chófer lo pensó; sí, había visto a un hombre joven, hacía unos veinte minutos. Había recorrido el andén durante un rato, fumando, y después se había perdido en la oscuridad.

—Es gracioso—repitió Michael.

Formó un megáfono con las manos y dirigiéndolo hacia el bosque, al otro lado de la vía, lanzó un grito:

—¡Charley!

No hubo respuesta. Volvió a probar. Después regresó al taxi.

—¿Tiene idea de hacia dónde fue?

El hombre señaló vagamente la carretera a Nueva York, que corría paralela a la vía.

—Para allí.

Con creciente inquietud, Michael le dio las gracias y se apresuró a tomar la carretera, que ahora se blanqueaba bajo la luna. Estaba completamente seguro de que Charley estaba dispuesto a matarse. Recordó su expresión al volverse y la mano rígida dentro del bolsillo, como aferrando algún objeto amenazador.

—¡Charley! —gritó con voz terrible.

Los árboles en sombras no respondieron. Pasó frente a una docena de campos refulgentes como plata bajo la luna, deteniéndose varias veces a gritar y esperar ansiosamente una respuesta.

Se le ocurrió que era estúpido seguir avanzando en esa dirección; probablemente, Charley estaría en algún lugar del bosque, cerca de la estación. Tal vez todo fuera producto de su imaginación y Charley estuviese en ese mismo instante paseándose por el andén, esperando el tren de la ciudad. Pero un impulso más allá de toda lógica lo llevaba a seguir en la búsqueda. Más aún, experimentó una y otra vez la sensación de que delante de él había alguien, alguien que, fuera del alcance de su mirada y su voz se le escurría en cada curva y sin embargo dejabá a su paso un aura trágica y tenue. En un momento dado creyó oír pasos entre las hojas, al lado de la carretera, pero sólo era una hoja de periódico arrastrada por el débil viento caliente.

Era una noche sofocante, Ia luna parecía arrojar rayos hirvientes sobre la tierra abrasada. Michael se quitó la chaqueta y la dobló sobre un brazo sin dejar de caminar. Ahora tenía a pocos metros un puente de piedra que atravesaba la vía y más allá una línea interminable de postes de teléfono que se extendían en perspectiva decreciente hacia un horizonte inabarcable. Bien, llegaría hasta el puente y después se daría por vencido. Lo habría hecho antes, de no ser por aquella sensación de que alguien caminaba ligera y velozmente un poco por delante.

Al llegar al puente de piedra, se sentó sobre una roca, latiéndole el corazón con fuertes golpes bajo la camisa empapada. No tenía sentido: Charley se había alejado de su alcance y de su ayuda, tal vez para síempre. A lo lejos, más allá de la estación, oyó acercarse la sirena del tren de las nueve y media

Michael se sorprendió preguntándose repentinamente por qué estaba allí. ¿Qué cuerda sensible de su carácter había tocado Charley en aquellos pocos minutos para lanzarlo a aquella carrera asustada y sin destino a través de la noche? Lo habían discutido, y Charley no había sido capaz de darle una razón por la cual debiera ayudarle.

Se levantó con ía idea de regresar, pero antes de volverse se qucdó observando el camino por un minuto bajo la luz de la luna. Después del puente sc cxtendía la línea de postes y, mientras sus ojos la seguían hasta donde les era posible, volvió a oír, ahora más cercana y ominosa, la sirena del tren de Nueva York, elevándose y descendiendo con precisión musical en la noche serena. De pronto, sus ojos, que habían estado deslizándose por las vías, se detuvieron atraídos por un punto de la línea de postes, a unos cientos de metros de distancia. El poste era exactamente igual a los otros y sin embargo poseía algo distinto, algo indescriptiblemente distinto.

Y al observarlo con la concentración que absorbe a veces la figura en una alfombra se produjo un extraño efecto en su mente y de pronto lo vio todo bajo una luz totalmente diferente. Con el murmullo-de la brisa le había llegado una idea que cambiaba por completo el cariz de la situación. Era esto: recordó haber leído en alguna parte que en cierto momento perdido en la oscuridad del medioevo un hombre llamado Gerbert (Gerbert d’Aurillac, el erudito papa Silvestre II, muerto en 1003. (N. del T.)) había resumido en sí toda la civilización europea. Le pareció súbitamente claro que él acababa de pasar por una situación semejante. Por un minuto, un instante del tiempo, toda la piedad del mundo se había agolpado en él.

Lo comprendió en medio de una conmoción en el espacio de un segundo, y en seguida supo pór qué debería haber ayudado a Charley Hart. Era porque hubiera sido intolerable vivir en un mundo sin solidaridad, donde cualquier ser humano pudiera estar tan solo como había estado Charley esa tarde.

Y bien, de eso se trataba, por supuesto- se le había confiado esa oportunidad. Había ido á buscarlo alguien que no contaba con nadie más, y él se había negado.

Durante todo ese tiempo se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada fija en el poste de teléfono más allá de la vía, un poste que sus ojos habían reconocido como distinto a los demás. Ahora la luna brillaba tanto que podía ver una barra blanca que cruzaba el poste cerca de la punta, y al contemplarla el poste pareció aislarse, como si los demás se hubiesen esfumado.

De pronto, a una milla de distancia, oyó el traqueteo y el estrépito del tren eléctrico que abandonaba la estación, y como si el sonido lo hubiera devuelto a la vida, lanzó un grito entrecortado y echó a correr a toda velocidad por el camino, hacia el po s te de la ba rra at rave sada.

El tren silbó una vez más. Clac-clac-clac. Ahora estaba más cerca, a seiscientos, a quinientos metros, y cuando pasó por debajo del puente iluminó a Michael con su faro. No sentía emoción alguna sino mero terror: sólo sabía que debía llegar al poste antes que el tren, y el poste estaba a cincuenta metros, apuntando rígidamente al cielo como una estrella.

Al otro lado de la vía no había sendero junto a los postes, pero el tren estaba tan cerca que decidió no espcrar más porque de lo contrario no lograría cruzar. Se desvió de la carretera, atravesó la vía en dos zancadas y con el ruido del motor sonándole en los taíones se precipitó sobre el campo. Ocho nueve metros; mientras el sonido del tren eléctricó se convertía en bramido en sus oídos, llegó al poste y se llevó por delante al hombre que estaba parado junto a la vía, arrojándolo al suelo con el impacto de su cuerpo.

Su oído registró un estruendo de acero, el pesado deslizarse de las ruedas sobre los rieles, un veloz rugido del aire. Un momento después, el tren de las nueve y media había pasado.

—Charley —balbució incoherente—. Charley…

Una cara lívida le miró atónita. Michael rodó sobre su espalda y se estiró jadeando. Ahora, la noche sofocante estaba serena; sólo se oía el murmullo del tren que se alejaba.

—¡Oh, Dios!

Michael abrió los ojos y vio a Charley sentado, con el rostro entre las manos.

—Está bien —murmuró Michael—. Está bien Charley. Te prestaré el dinero. No sé en qué estabá pensando. Después de todo… eres uno de mis más viejos amigos.

Charley meneó la cabeza.

—No lo entiendo —dijo, con la voz quebrada—. ¿De dónde has salido? ¿Cómo has llegado aquí?

—Te he estado siguiendo. Estaba detrás de ti.

—Hace media hora que estoy aquí.

—Bueno, es una suerte que hayas elegido este poste para… para esperar. Lo estuve mirando desde el puente. Lo elegí por el travesaño.

Charley se había puesto de pie, tambaleándose, y ahora se alejó unos pasos y contempló el poste a la luz de la luna.

—¿Qué has dicho?—preguntó un minuto después, con una voz confundida—. ¿Has dicho que este poste tiene un travesaño?

—Sí, claro. Lo estuve mirando un rato largo. Por eso. . .

Charley levantó nuevamente los ojos y dudó, extrañado antes de hablar.

—No hay ningún travesaño—dijo.



—La semana que viene. —Los ojos oscuros de él escrutaron vagamente el suelo—. Podemos quitar las alfombras o algo así.

—No —sacudió ella la cabeza—. Daremos una cena para ocho personas, muy formal, y después jugaremos a las cartas.

Ya estaba pensando a quién podía invitar. Por supuesto que Charley, siendo artista, seguramente veía todos los días a gente interesante.

—Podemos llamar a los Willoughby —sugirió, poco convencida—. Ella es actriz, o algo por el estilo… Y él escribe para el cine.

—No, no me parece —objetó Michael—. Debe ver a gente como ésa todos los días en el almuerzo y la cena, y ya no podrá soportarlos. Además, fuera de los Willoughby, ¿a quién más conocemos como ellos? Se me ocurre algo mejor. Reunamos alguna gente que haya llegado aquí desde el mismo sitio. To do s han se gui do l a c arre ra de Charley y p rob ab l emente les gustaría volver a verlo. Me gustaría que comprobaran que la fama no lo ha echado a perder y que sigue siendo una persona humilde.

Después de discutir un rato se pusieron de acuerdo y Marion llamó por teléfono al primer invitado.

—Es para conocer a la novia de Charley Hart —explicó—. Charley Hart, el artista. Es uno de nuestros más viejos amigos, ¿sabes?

A medida que avanzaban los preparativos aumentaba su entusiasmo. Alquiló una camarera para que el servicio fuese impecable y convenció a la florista del vecindario para que le hiciera personalmente los adornos florales. Toda la gente «de su tierra» había aceptado con mucho gusto y el número de invitados había llegado a la docena.

—¿De qué hablaremos, Michael? —preguntó, inquieta, la víspera de la fiesta—. Imagina que todo sale mal y la gente se enfada y se va a su casa…

El se rió.

—No pasará eso. Ten en cuenta que todas estas personas se conocen.

El teléfono hizo notar su presencia sobre la mesa y Michael contestó.

—Diga. Ah, hola, Charley@

Marion se quedó rígida en su silla.

—¿De verdad? Bueno, lo siento mucho. Lo siento muchísimo… Espero que no sea nada grave.

—¿No puede venir?—exclamó Marion, sin poder evitarlo.
—Chitón—siseó él, y después, al teléfono—: Lo siento, de veras, Charley. No, para nosotros no es ningún problema. Sólo sentimos que estés enfermo.

Michael colgó con un gesto tétrico.

—La Lawrence tuvo que marcharse a su casa anoche y Charley está en cama con un cólico.

—¿Entonces no puede venir?

—No puede.

El rostro de Marion se contrajo repentinamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Dice que el médico estuvo todo el día con él —explicó Michael—. Tiene fiebre y ni siquiera querian deJarlo hablar por teléfono.

—¿Y a mí qué me importa?—sollozó Marion—. Me parece horrible. Después de invitar a todos esos amigos para que le vieran…

—La gente no puede evitar caer enferma

—Sí que puede —protestó ella, sin ninguna lógica—. Hay maneras de evitarlo. Y si la chica se fue anoche, ¿por qué no nos lo dijo?

—Dijo que se marchó inesperadamente. Hasta ayer por la tarde estaban seguros de venir los dos.

—Creo que no le importa un comino. Apuesto a que se ha alegrado de caer enfermo. Si le importara la hubiera traído hace mucho tiempo para que lá conociéramos.

De pronto se levantó

—Te diré una cosa—se dirigió a él con vehemencia—. Lo que haré será telefonear a todo el mundo y decirles que se ha suspendido la fiesta.

—No, Marion…

Pero a pesar de sus tibias protestas, ella descolgó el teléfono y empezó a buscar el primer número.

Al día siguiente, compraron entradas para el teatro can la esperanza de colmar el vacío que acarrearía la noche. Cuando a las cinco la florista a la que nada se le había dicho, se presentó con cajas de flores, Marion se echó a llorar y tuvo la sensación de que debería escaparse de casa para evitar los fantasmas que iban a poblarla. Comieron en silencio una sofisticada cena compuesta por todo lo que habían comprado para la fiesta.

—Son sólo las ocho —dijo Michael cuando terminaron—. Pienso que quedaría bien pasar a ver a Charley un minuto, ¿no te parece?

—Pues no—respondió Marion, asombrada—. No se me hubiera ocurrido.

—¿Por qué no? Si está muy enfermo, me gustaría saber si lo cuidan bien.

Ella se dio cuenta de que ya lo había decidido, de modo que se hizo a la idea y fueron en taxi hasta un alto edificio de apartamentos en Madison Avenue.

—Entra tú—dijo Marion, nerviosa—. Será mejor que yo te espere aquí.

—Ven, por favor.

—¿Para qué? Estará en cama y no querrá que entren mujeres.

—Pero se alegrará al verte. Lo animarás. Y sabrá que no estamos enfadados por lo de esta noche. Cuando llamó, parecía terriblemente deprimido.

La hizo bajar del taxi.

—Quedémonos un minuto, nada más —susurró, tensa, mientras subían en el ascensor—. La obra empieza a las ocho y media.

—La puerta de la derecha ~~liju el ascensorista.

Tocaron el timbre y esperaron. La puerta se abrió y entraron en el gran estudio de Charley Hart.

Estaba lleno de gente- una larga mesa alumbrada por lámparas y adornadá con helechos y rosas frescas había sido dispuesta de punta a punta, y el aire ligeramente humeante estaba invadido por un mur mullo de risas y palabras. Veinte mujeres sentadas a un lado, vestidas de noche, charlaban a través de las flores con veinte hombres cn medio de un júbilo nacido del chispeante borgoña que se derramaba desde las botellas en las copas heladas. En una zona de la alta y estrecha galería que rodeaba la sala, un cuarteto de cuerdas tocaba algo de Stravinsky en una clave que se adecuaba al tono de voz de las mujeres y llenaba el aire como un vino musical.

La puerta había sido abierta por un camarero que se hizo a un lado con deferencia para dar paso a los que consideró dos huéspedes retrasados, y de inrnediato un buen mozo que ocupaba la cabecera
de la mesa se levantó, servilleta en mano para quedarse paralizado al mirar a los advenedizós. La conversación se disolvió en un semisilencio y todos los ojos, tras los de Charley, miraron a la pareja que acababa de entrar. Luego, como si se hubiera roto el hechizo, la conversación volvió a desatarse y cobró intensidad palabra por palabra. El momento había terminado.

—¡Vámonos!

El susurro bajo y aterrado de Marion le llegó a Michael desde un hueco, y por un instante se creyó poseído por la ilusión de que, después de todo en la sala no había nadie más que Charley. Luegó se le aclararon los ojos y descubrió que había mucha gente. ¡Nunca había visto tanta! La música se convirtió súbitamente en un tumulto de metales, y un vendaval desatado por las trompetas pareció acometerlos. Sin volverse, los dos retrocedieron ciegamente hasta el pasillo y cerraron la puerta al salir.

—¡Marion. . . !

Había corrido hasta el ascensor y tenía un dedo apretado contra el timbre, cuyo sonido resonaba en todo el pasillo como una nota aguda perteneciente a la música de dentro. De pronto se abrió la puerta del apartamento y Charley Hart salió al pasillo.

—¡Michael! —gritó—. ¡Michael y Marion, quiero explicaros! Entrad. Os digo que quiero explicaros.

Hablaba con ansiedad, con el rostro enrojecido y la boca dando forma a una o dos palabras que no lograban materializarse.

—Date prisa, Michael —di jo tensamente la voz de Marion, desde la puerta del ascensor.

—¡Dejad que os explique! —gritó Charley con desesperación—. Quiero…

Michael se apartó de él- llegó al ascensor y la puerta se abrió con un siséo metálico.

—Actuáis como si hubiese cometido un crimen —Charley seguía a Michael por el pasillo—. ¿ No podéis comprender que todo es un accidente?

—Muy bien—murmuró Michael—. Lo comprendo.

—No, no lo comprendes.—La voz de Charley se elevó, exasperada. Se estaba enfureciendo con ellos,

como en un esfuerzo para justificar su propia e intolerable posición—. Os marcháis enfadados cuando os acabo de pedir que os quedéis. ¿Para qué habéis venido si no os vais a quedar? ¿ No. . . ?

Michael entró en el asccnsor.

—¡Abajo, abajo! —grito Marion—. ¡Oh, quiero bajar, por Javor!

La puerta se cerró.

Le indicaron al taxista que los llevara directamente a su casa; ninguno de los dos hubiera podido soportar la función tcatral. En el camino, Michael hundió su cara en las manos e intentó convencerse de que la amistad quc tanto había significado para él había terminado. Ahora se daba cuenta de que había concluido tiempo atrás, que durante el último año Charley no había buscado la compañía de ellos ni una vez, y el impacto de:l descubrimiento era más fuerte que el de la afrenta rccibida.

Cuando llegaron a su apartamento, Marion, que no había pronunciado en cl taxi una sola palabra, entró en la sala y obligó a su esposo a sentarse.

—Voy a contarte algo que deberías saber—empezó—. Probablemente nunca lo habría hecho de no haber sido por lo que ha sucedido esta noche. Pero ahora creo que tienes que oír la historia entera. —Dudó un momento—. En primer lugar, Charley Hart no era amigo tuyo en absoluto.

—¿Qué?

El la miró, estupefacto.

—Que no era amigo tuyo—repitió ella—. Durante años lo fue. Era amigo mío.

—Bueno, Charley era…

—Sé lo quc vas a decir: que Charley era amigo de los dos. Pero no es cicrto. No sé qué sentía por ti al principio, pero de jó de ser amigo tuyo hace tres o cuatro años.

—Bien—los ojos de Michael chispeaban de perplejidad—, si eso es vcrdad, ¿por qué pasaba con nosotros tanto tiempo?

—Por mí—dijo Marion con firmeza—. Estaba enamorado de mí.
—¿Qué?—Michael se rió incrédulamente—. Estás soñando. Sé que lo decía bromeando…

—No bromeaba—le interrumpió ella—. En el fondo no. Empezó haciendo chistes… y terminó pidiéndome que me escapara con él.

Michael frunció el ceño.

—Sigue—dijo tranquilamente—. Supongo que si no fuera verdad no mc lo contarías. Pero no parece real. ¿Así que de repente empezó a… a…?

Cerró la boca bruscamente, incapaz de emitir palabras.

—Empezó una noche, mientras los tres estábamos en un baile.—Marion vaciló—. Y al principio me gustaba. Tenía una capacidad especial para descubrir cosas: vestidos, sombreros, mis nuevos peinados. Era una buena compañía. Siempre se las ingeniaba para hacerme sentir importantc, en cierto modo, y atractiva. No vayas a creer que prefería estar con él que contigo. No era así. Sabía cuán absolutamente egoísta era y qué desaprensivo. Pero supongo que lo alentaba porque me hacía gracia. Era una faceta nueva de Charley y era divertida, como casi todo lo que hacía él.

—Sí—admitió Michael con un esfuerzo—. Supongo que era… cómicamente divertido.

—Al principio te seguía queriendo. No se le ocurria que pudiera estar traicionándote. No hacía más que obedecer a un impulso natural eso era todo. Pero unas semanas después empezó a éncontrarte en mcdio de su camino. Quiso llevarme a cenar sola y no pudo ser. Bueno, esa clase de situaciones se repitieron durante más de un año.

—¿Entonces qué pasó?

—No pasó nada. Empezó a dejar de visitarnos.

Michael se levantó lentamente.

—¿Quieres decir…?

—Espera un minuto. Si piensas un poco te darás cuenta de que no podía ser de otro modo. Cuando vio que yo intentaba calmar las cosas para que volviera a ser simplemente uno de nuestros más viejos amigos, se apartó. No quería ser uno de nuestros más vieJos amigos. Eso había terminado.

—Entiendo. ^,

—Bueno.—Marion se levantó y empezó a morderse nerviosamente el labio—. Esto es todo. Se me ocurrió que lo de esta noche te lastimaría menos si comprendías todo el asunto.

—Sí —respondió Michael con voz inexpresiva—. Supongo que tienes razón.

Michael atravesó una racha de prosperidad en sus negocios y al llegar el verano alquilaron una pequeña granja vieja en el campo, donde los niños jugaban todo el día en una intrincada extensión de hierba y árboles. El tema de Charley jamás fue mencionado durante esos meses y por fin llegó a convertirse en una sombra relegada a un rincón de sus mentes. A veces, justo antes de dormirse, Michael se sorprendía pensando en los momentos felices aue habían pasado los tres juntos cinco años atrás, pero entonces la realidad anulaba la ilusión y rechazaba los recuerdos con un malestar casi físico.

Un cálido atardecer de julio estaba dormitando en el porche a la luz del crepúsculo. Había sido un día muy pesado en la oficina y le agradaba descansar allí mientras la luz estival se iba borrando del campo.

Levantó la cabeza ociosamente al oír el ruido de un automóvil. Un taxi del pueblo se había detenido al final del sendero y un hombre joven acababa de bajar. Michael se sentó con una exclamación. Podía reconocer aquellos hombros anchos y el paso impaciente incluso en la penumbra.

—Maldición—dijo suavemente.

Cuando Charley Hart se acercó por el sendero de grava, Michael notó con sólo mirarlo que estaba insólitamente despeinado. Su rostro agradable estaba ojeroso y denotaba fatiga; tenía la ropa arrugada y la mirada inconfundible del que necesita dormir unas cuantas horas.

Llegó al porche, advirtió la presencia de Michael y sonrió, triste y confuso.

—Hola, Michael.

Ninguno de los dos hizo el gesto de estrechar la mano del otro, pero al cabo de un momento Charley se derrumbó bruscamente en una silla.
—Me gustaría beber un voz ronca—. Hace un calor

Michael entró en la casa con un vaso de agua que tragos ruidosos.

—Gracias—dijo, atragantándose—. Pensé que iba a pasar de largo.

Miró a su alrededor con ojos que solamente simulaban fijarse en lo que lo rodeaba.

—Bonito sitio este—señaló, y sus ojos regresaron a Michael—. ¿Quieres que me vaya?

—Bueno, pues no. Si lo necesitas, quédate sentado y descansa. Pareces arruinado.

—Lo estoy. ¿Quieres oír la historia?

—En absoluto.

—Bien, de todos modos te la voy a contar—dijo Charley, desafiante—. Para eso he venido. Estoy en un lío, Michael, y eras la única persona a la que podía recurrir.

—¿ Has probado con tus amigos ?—preguntó Michael fríamente.

—He probado con todo el mundo; al menos, con los que tuve tiempo de hacerlo. ¡Dios! —Se secó la frente con la mano—. Nunca me imaginé lo difícil que es encontrar dos mil dólares.

—¿Has venido a pedirme dos mil dólares?

—Espera un momento, Michael. Primero termina de oír. Verás en qué lío puede meterse un tipo sin tener la menor intención. Has de saber que soy el tesorero de una asociación llamada Fundación para Artistas Independientes, un invento para ayudar a los estudiantes con problemas. Había un fondo de tres mil quinientos dólares que permaneció en mi cuenta durante más de un año. Bueno, como ya sabes yo llevo un tren de vida un poco alto—gano mucho y gasto mucho—y hace un mes empecé a especular en pequeña escala por medio de un amigo…

—No sé por qué me estás contando esto—le interrumpió Michael con impaciencia—. Me…

—Espera un minuto, ¿quieres? Ya termino.—Miró a Michael con ojos atemorizados—. A veces usaba ese dinero sin darme cuenta siquiera de que no era mío.

vaso de agua—dijo con infernal.

. sin decir palabra y volvió
Charley bebió a grandes

Siempre he tenido mucho, compréndelo. Hasta esta semana al menos. Esta semana hubo una reunión de la sociedad y me pidieron que devolviera el dinero. Bien, fui a ver a un par de personas para pedirles un préstamo y tan pronto como les di la espalda uno de ellos lo contó todo. Anoche hubo un escándalo terrible. Me dijeron que como no entregara los. dos mil esta mañana me enviarían a la cárcel.—Alzó la voz y echó una mirada atemorizada a su alrededor—. Tengo sobre los hombros una orden de arresto, y si no logro conseguir el dinero me mataré, Michael- juro por Dios que lo haré. No quiero ir a la cárcel. Soy un artista, no un hombre de negocios. Soy…

Hizo un esfuerzo para dominar la voz.

—Michael—murmuró—. Eres mi mejor amigo. No tengo a nadie más que a ti en el mundo.

—Has llegado un poco tarde—dijo Michael, incómodo—. No pensaste en mí hace cuatro años cuando le pediste a mi esposa que se escapara contigo.

Una sincera mirada de sorpresa atravesó el rostro de Charley.

—¿Estás enfadado por eso?—preguntó, confundido—. Pensé que estabas ofendido porque no fui a tu fiesta.

Michael no contestó.

—Supuse que ella te habría hablado de eso hace mucho tiempo— continuó Charley—. No pude evitarlo. Estaba solo y vosotros os teníais el uno al otro. Cada vez que iba a tu casa te dedicabas a contar lo maravillosa que era Marion hasta que al fin… empecé a estar de acuerdo. ¿Cómo podía evitar enamorarme de ella si durante un año y medio fue la única chica decente que conocí?—Miró a Michael altivamente—. Bueno, tú la tienes, ¿no? Ni siquiera llegué a besarla. ¿Vale la pena que sigas machacando?

—Oye—dijo Michael, cortante—. ¿Cuál es la razón de que deba prestarte el dinero?

—Bueno… —Charley vaciló y se rió de mala gana—. No sé la razón exacta. Sólo pensé que lo harias.

—¿Por qué?

—Por ningún motivo; ya veo cómo lo has tomado.
—Ese es el problema. Si te lo diera sería por sentimentalismo y debilidad. Estaría haciendo algo que no quiero hacer.

—Muy bien. —Charlcy sonrió desagradablemente—. Es lógico. Ahora que lo pienso no hay ninguna razón para que me lo prestes. Bueno…— Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y, al echar la cabeza hacia atrás, dio la impresión de querer desprenderse del tema como si fuese una gorra—. No iré a la cárcel… Y quizá mañana opines de forma diferente.

—Ni lo sueñes.

—Oh, no quiero decir que te vuelva a pedir el dinero. Hablo de algo… muy distinto.

Meneó la cabeza, se volvió rápidamente y avanzó por el sendero hasta que la oscuridad se lo tragó. Michael oyó que los pasos se apagaban, como si vacilase, en el punto en donde el sendero salía al camino.

Después se alejaron por el camino hacia la estación, a una milla de distancia.

Michael se hundió en su silla, con el rostro entre las manos. Oyó salir a Marion.

—Hc escuchado —di jo ella—. No pude evitarlo. Me alegro que no le hayas prestado nada.

Se acercó a él y se hubiera sentado en sus rodillas, pero una repulsión casi física invadió a Michael y lo obligó a levantarse de la silla.

—Tenía miedo de que te trabajara los sentimientos y acabara convenciéndote—siguió Marion. Vaciíó—. Tc odiaba, ¿sabes? Quería que te murieses. Una vez le dije que si volvía a decir eso no lo vería nunca más.

Michael le dirigió una mirada tenebrosa.

—La verdad es que fuiste muy noble.

—Oyc, Michael…

—Permitiste que te dijera cosas como ésa… y ahora que viene arruinado, sin un amigo a quien recurrir, dices que te alegra que lo haya echado.

—Es porque te quiero, cariño…

—¡No, no es por eso!—la interrumpió brutalmente—. Es porque en este mundo el odio es una mercancía barata. Todo el mundo la tiene en venta. ¡Dios míot! ¿Qué crees que pienso de mí en este momento?

—El no se merece que pienses así.

—¡Por favor, vete! —gritó Michael con pasión—. Quiero estar solo.

Ella le hizo caso y él volvió a sentarse en la oscuridad deí porche, sintiendo que lo envolvía una especie de terror. Hizo varias veces un esfuerzo para levantarse pero acabó frunciendo el ceño y permaneciendo inmóvil. Por fin, después de largo rato, se puso en pie de un salto, mientras un sudor frío resbalaba por su frente. La hora anterior y los últimos me se s se disolv ie ron de pron to y sint ió que daba un salto de varios años hacia atrás. Quizás esos años se hubieran escapado con Charlcy Hart, su viejo amigo. Charley Hart, que no tenía otro lugar a donde ir. Michael echó a correr por el porche, aturdido, buscando su sombrcro y su chaqueta.

—¡Oye, Charley! —gritó.

Por fin encontró la chaqueta y, enfundándosela con dificultad, bajó los escalones como una tromba. Le parecía que Charley se había marchado sólo unos minutos antes.

—¡Charley!—gritó al llegar al camino—. ¡Charley, vuelve aquí! ¡Me he equivocado!

Se calló y prestó atención. No hubo respuesta. Jadeando se lanzó a correr como un perro por el camino, á través de la noche tórrida.

Apenas eran las ocho y media, pero el campo estaba en absoluto silencio y las ranas croaban con fuerza en la fran ja pantanosa que bordeaba el camino. El cieío cstaba débilmcntc salpicado de estrellas y pronto saldría la íuna, pero cl camino se cstiraba entre árboles oscuros y Michacl no veía nada que estuviera a más de tres metros. Al cabo de un rato decidió caminar. Una mirada a la csfcra luminosa de su reloj le había bastado para darse cuenta de que el tren dc Nucva York no pasaría hasta una hora después. Tenía mucho tiempo.

A pesar de ello, se puso a correr nuevamente y cubrió en quince minutos el kilómetro y mcdio quc separaba su casa de la estación. Era una estación pe
queña, humildemente encogida en la oscuridad al borde de las vías brillantes. A un lado Michael vio las luces de un taxi que esperaba el próximo tren.

El andén estaba desierto y Michael abrió la puerta para mirar dentro de la turbia sala de espera. Estaba vacía.

—Es gracioso—murmuró.

Despertó al chófer del taxi y le preguntó si había visto a alguien esperando el tren. El chófer lo pensó; sí, había visto a un hombre joven, hacía unos veinte minutos. Había recorrido el andén durante un rato, fumando, y después se había perdido en la oscuridad.

—Es gracioso—repitió Michael.

Formó un megáfono con las manos y dirigiéndolo hacia el bosque, al otro lado de la vía, lanzó un grito:

—¡Charley!

No hubo respuesta. Volvió a probar. Después regresó al taxi.

—¿Tiene idea de hacia dónde fue?

El hombre señaló vagamente la carretera a Nueva York, que corría paralela a la vía.

—Para allí.

Con creciente inquietud, Michael le dio las gracias y se apresuró a tomar la carretera, que ahora se blanqueaba bajo la luna. Estaba completamente seguro de que Charley estaba dispuesto a matarse. Recordó su expresión al volverse y la mano rígida dentro del bolsillo, como aferrando algún objeto amenazador.

—¡Charley! —gritó con voz terrible.

Los árboles en sombras no respondieron. Pasó frente a una docena de campos refulgentes como plata bajo la luna, deteniéndose varias veces a gritar y esperar ansiosamente una respuesta.

Se le ocurrió que era estúpido seguir avanzando en esa dirección; probablemente, Charley estaría en algún lugar del bosque, cerca de la estación. Tal vez todo fuera producto de su imaginación y Charley estuviese en ese mismo instante paseándose por el andén, esperando el tren de la ciudad. Pero un impulso más allá de toda lógica lo llevaba a seguir en la búsqueda. Más aún, experimentó una y otra vez la sensación de que delante de él había alguien, alguien que, fuera del alcance de su mirada y su voz se le escurría en cada curva y sin embargo dejabá a su paso un aura trágica y tenue. En un momento dado creyó oír pasos entre las hojas, al lado de la carretera, pero sólo era una hoja de periódico arrastrada por el débil viento caliente.

Era una noche sofocante, Ia luna parecía arrojar rayos hirvientes sobre la tierra abrasada. Michael se quitó la chaqueta y la dobló sobre un brazo sin dejar de caminar. Ahora tenía a pocos metros un puente de piedra que atravesaba la vía y más allá una línea interminable de postes de teléfono que se extendían en perspectiva decreciente hacia un horizonte inabarcable. Bien, llegaría hasta el puente y después se daría por vencido. Lo habría hecho antes, de no ser por aquella sensación de que alguien caminaba ligera y velozmente un poco por delante.

Al llegar al puente de piedra, se sentó sobre una roca, latiéndole el corazón con fuertes golpes bajo la camisa empapada. No tenía sentido: Charley se había alejado de su alcance y de su ayuda, tal vez para síempre. A lo lejos, más allá de la estación, oyó acercarse la sirena del tren de las nueve y media

Michael se sorprendió preguntándose repentinamente por qué estaba allí. ¿Qué cuerda sensible de su carácter había tocado Charley en aquellos pocos minutos para lanzarlo a aquella carrera asustada y sin destino a través de la noche? Lo habían discutido, y Charley no había sido capaz de darle una razón por la cual debiera ayudarle.

Se levantó con ía idea de regresar, pero antes de volverse se qucdó observando el camino por un minuto bajo la luz de la luna. Después del puente sc cxtendía la línea de postes y, mientras sus ojos la seguían hasta donde les era posible, volvió a oír, ahora más cercana y ominosa, la sirena del tren de Nueva York, elevándose y descendiendo con precisión musical en la noche serena. De pronto, sus ojos, que habían estado deslizándose por las vías, se detuvieron atraídos por un punto de la línea de postes, a unos cientos de metros de distancia. El poste era exactamente igual a los otros y sin embargo poseía algo distinto, algo indescriptiblemente distinto.

Y al observarlo con la concentración que absorbe a veces la figura en una alfombra se produjo un extraño efecto en su mente y de pronto lo vio todo bajo una luz totalmente diferente. Con el murmullo-de la brisa le había llegado una idea que cambiaba por completo el cariz de la situación. Era esto: recordó haber leído en alguna parte que en cierto momento perdido en la oscuridad del medioevo un hombre llamado Gerbert (Gerbert d’Aurillac, el erudito papa Silvestre II, muerto en 1003. (N. del T.)) había resumido en sí toda la civilización europea. Le pareció súbitamente claro que él acababa de pasar por una situación semejante. Por un minuto, un instante del tiempo, toda la piedad del mundo se había agolpado en él.

Lo comprendió en medio de una conmoción en el espacio de un segundo, y en seguida supo pór qué debería haber ayudado a Charley Hart. Era porque hubiera sido intolerable vivir en un mundo sin solidaridad, donde cualquier ser humano pudiera estar tan solo como había estado Charley esa tarde.

Y bien, de eso se trataba, por supuesto- se le había confiado esa oportunidad. Había ido á buscarlo alguien que no contaba con nadie más, y él se había negado.

Durante todo ese tiempo se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada fija en el poste de teléfono más allá de la vía, un poste que sus ojos habían reconocido como distinto a los demás. Ahora la luna brillaba tanto que podía ver una barra blanca que cruzaba el poste cerca de la punta, y al contemplarla el poste pareció aislarse, como si los demás se hubiesen esfumado.

De pronto, a una milla de distancia, oyó el traqueteo y el estrépito del tren eléctrico que abandonaba la estación, y como si el sonido lo hubiera devuelto a la vida, lanzó un grito entrecortado y echó a correr a toda velocidad por el camino, hacia el po s te de la ba rra at rave sada.

El tren silbó una vez más. Clac-clac-clac. Ahora estaba más cerca, a seiscientos, a quinientos metros, y cuando pasó por debajo del puente iluminó a Michael con su faro. No sentía emoción alguna sino mero terror: sólo sabía que debía llegar al poste antes que el tren, y el poste estaba a cincuenta metros, apuntando rígidamente al cielo como una estrella.

Al otro lado de la vía no había sendero junto a los postes, pero el tren estaba tan cerca que decidió no espcrar más porque de lo contrario no lograría cruzar. Se desvió de la carretera, atravesó la vía en dos zancadas y con el ruido del motor sonándole en los taíones se precipitó sobre el campo. Ocho nueve metros; mientras el sonido del tren eléctricó se convertía en bramido en sus oídos, llegó al poste y se llevó por delante al hombre que estaba parado junto a la vía, arrojándolo al suelo con el impacto de su cuerpo.

Su oído registró un estruendo de acero, el pesado deslizarse de las ruedas sobre los rieles, un veloz rugido del aire. Un momento después, el tren de las nueve y media había pasado.

—Charley —balbució incoherente—. Charley…

Una cara lívida le miró atónita. Michael rodó sobre su espalda y se estiró jadeando. Ahora, la noche sofocante estaba serena; sólo se oía el murmullo del tren que se alejaba.

—¡Oh, Dios!

Michael abrió los ojos y vio a Charley sentado, con el rostro entre las manos.

—Está bien —murmuró Michael—. Está bien Charley. Te prestaré el dinero. No sé en qué estabá pensando. Después de todo… eres uno de mis más viejos amigos.

Charley meneó la cabeza.

—No lo entiendo —dijo, con la voz quebrada—. ¿De dónde has salido? ¿Cómo has llegado aquí?

—Te he estado siguiendo. Estaba detrás de ti.

—Hace media hora que estoy aquí.

—Bueno, es una suerte que hayas elegido este poste para… para esperar. Lo estuve mirando desde el puente. Lo elegí por el travesaño.

Charley se había puesto de pie, tambaleándose, y ahora se alejó unos pasos y contempló el poste a la luz de la luna.

—¿Qué has dicho?—preguntó un minuto después, con una voz confundida—. ¿Has dicho que este poste tiene un travesaño?

—Sí, claro. Lo estuve mirando un rato largo. Por eso. . .

Charley levantó nuevamente los ojos y dudó, extrañado antes de hablar.

—No hay ningún travesaño—dijo.

La Tabernita

Capote y su latigo

«El Latigo que Dios me dio»
Por Truman Capote

Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos.Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me habra encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.

Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y, después de aquello, cayó el látigo!

Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que hacía los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que a del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.

De hecho, los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de infor maciones, un estilo de «ver» y «oír» que más tarde ejercerían verdadera Influencia en mí, aunque enton ces no fuera consciente de ello, porque toclos mis es critos «serios», los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran más o menos novelescos.

Al cumplir diecisiete años, era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios trimestrales, así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llama da ficción «de calidad» —Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper ‘s, Atlantic Monthly—, y en tales publicaciones aparecieron puntualmente mis relatos.

Más tarde, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si fuesé una rara casualidad: «Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien». ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día dura catorce años! No obstante, la novela fue un satisfactorio remante al primer ciclo de mi formación.

Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté en casi todos los campos de la literatura tratando de dominar un repertorio de fórmulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracasé en algunas de las áreas exploradas, pero es cierto que se aprende más de un fracaso que de un triunfo. Sé que aprendí, y más tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cual quier caso, durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos breves (A Tree of Night, A Christmas Memory), ensayos y descripciones (Local Color, Observations, la obra contenida en The Dogs Bark), comedias (The Grass Harp, House of Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil, The Innocents), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.

En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra más interesante que produje durante toda esa segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba del primer intercambio cultural entre la U.R.S.S y los E.E. U.U.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve «novela real» cómica: la primera.


Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su versión sobre la realización de una película, The Red Badge of Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, también era como una película y, mientras la leía, me pregunté qué habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si se tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess, y Rusia en lo más crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.

The Muses Are Heard recibió excelentes críticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mí se inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no atrajo ninguna atención especial y las ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.

Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma, tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en

 la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodísmo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías.

The Muses Are Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía.

No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A sangre fría.

En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: «Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte». O palabras parecidas. En cualquier caso, míster James lo expone en toda la línea; nos está diciendo la verdad. Y la parte más negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de los piratas, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de lleno mi concepción de la «novela real», declarándola indigna de un escritor «serio»; Norman Mailer la definió como un «fracaso de la imaginación», queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir acerca de algo imaginario en vez de algo real.

Sí, fue como jugarse el resto al póquer; durante seis exasperantes años estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabía. Luego resultó que tenla un libro. Varios críticos se quejaron de que «novela real» era un término para llamar la atención, un truco publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo «novelas reales» (The Armies of the Night, Of a Fire on the Moon, The Executioner’s Song), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas eomo «novelas reales». No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.

La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar antes de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro años, más o menos de 1968 a 1972,

 pasé la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo, catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) de los años de 1943 a 1965. Tenía intención de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacía tiempo: una variante de la novela real. Titulé el libro Answered Prayers, que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: «Más lágrimas se derraman por las plegarias respondidas que por las no satisfechas». En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno saber adónde va uno). Después, eseribí el primer capítulo, «Unspoiled Monsters». Luego, el quinto, «A Severe Insulte for the Brain». A continuación, el séptimo, «La Cote Busque». Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Sólo podía hacerlo porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Answered Prayers no está pensada como un roman a clef ordinario, una forma donde los hechos están disfrazados eomo ficción. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.

En 1975 y 1976, publiqué cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema incluye política social, no mérito artístico. Nada más diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede condenar, pero no negar.

No obstante, dejé de trabajar en Answered Prayers en septiembre de 1977 hecho que no tiene nada que ver con ninguna reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría una crisis creativa, y, al mismo tiempo, personal. Como la última no tenía relación, o muy poco, con la primera, sólo es necesario aludir al caos creativo.

Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.

Para empezar, creo que la mayoría de los escrito res, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de menos. Sencilla, claramente, como un arroyo del campo. Pero noté que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Answered Prayers, y empecé a tener dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de la propia escritura. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados sectores en los que no escribía tan bien como podría hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con Ientitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con sólo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición, ¿por qué?

La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerea de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza, pero al ajustarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?
Volví a Answered Prayers. Eliminé un capítulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno de aquellos desagradables juegos! Pero me animé; sentí que un sol invisible se levantaba por encima de mí. No obstante, mis primeros experimentos fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de colores.

Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a sí mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de mantener la credibilidad. Pero creí que, para el tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el reportaje intenté mantenerme tan encubierto como me fue posible.

Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por desarrollar un estilo. Había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.

Más tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones.

¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Answered Prayers? En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.*

Un Corazon de Papel.

No sera como en las películas,pero lo he de hacer con estas manos, dijo, y levanto la mirada y, abiertos los brazos,sacudió su pelo  y empezó a retorcer sus dedos haciendo un ruido seco frente ami,   y hasta no ver sus ojos en los míos,tuve miedo, fue fugaz, después tuve la sensación de acuerdo y complicidad y justicia.01CARMEN - copia